Él era un héroe; era un héroe sin heroicidad, de aperitivo, de los preciados de sí mismos en la terraza de un bar junto a los amigotes, o con una copa en la mano. Capaz de señalar la falta de coraje de cualquier personaje que se las pela y da la cara, poseedor infinito de soluciones para cualquier desafío del mundo; naturalmente convencido, apasionado y desafiador; imparable hasta no hacerse merecedor del aplauso de sus oyentes o del silencio de su oponentes. Sus ideas se confirmaban en la lectura; asiduo que era a las novelas de aventuras y a las historias de famosos prohombres y revolucionarios; algún que otro ensayo de esos profundos y a un sin fín de revistas ecológicas, antiglobales, filosóficas… No gustaba de tarjetas de crédito, aunque escondía el Master y la Visa (para la emergencias) tras carnets de todas las ONG,s reconocidas, a todas se apuntaba: greenpeace, amnistía internacional, médicos sin fronteras… y no faltaba a manifestación que denunciara las injusticias del mundo; daba los mismo que occidente se largara de Afghanistan y deje que ellos se gobiernen, que reclamando (años antes) a esos mismos gobiernos que de una vez por todas frenasen las barbaridades que los talibán hacían con sus mujeres; si por casualidad le preguntabas, todo era cuestión de detalles. Él definitivamente se encontraba cómodo consigo mismo, con su buena conciencia .
Sin esperarlo su madre recibió la noticia de que un tío del pueblo había fallecido. Para allá fueron y se enteraron de que dicho tío les había dejado todas sus tierras, que no eran pocas. Volvieron del pueblo. Su madre le pidió que fuera él que se cuidara de eso.
Llamó al capataz; le comunicó que a las primeras vacaciones iría para allá; que mientras tanto se preocupara de todo como lo había hecho en vida de su tio. Aquél contestó que tranquilo.
Y tranquilo emprendió viaje al cabo de unas semanas. Quitando la visita última por el entierro no había vuelto al pueblo desde su niñez, cuando los largos veranos de tan gratos recuerdos; paraíso perdido y añorado al que – por la razón que sea – nunca había hecho el más mínimo esfuerzo por recuperar. Vino a querer el destino que fuera de esta manera; de cualquier modo se sintió dichoso.Aún no había llegado y ya sentía los frescos aromas de antaño, los colores y la fuente; todo era bonito.
El capataz lo recibió en la estación. Para su sorpresa le trató de don, a lo que él le dijo extrañado “pero, Manolo, que soy yo el de siempre, el que corría por estos campos y has visto crecer. A qué viene ese don?” y continuaron.
Manolo, el capataz, le fue informando en el camino. Que si la huerta y los gusanos, que si las manzanas se pagan poco, que si el tractor ya no sirve. Nuestro amigo pensó que todo se arregla, solo hay que invertir y que el tío dejó dinero suficiente. Apenas llegaban a las tierras; al borde del camino, en hilera, barracas minúsculas hervían de niños semidesnudos y harapientos. “Qué es eso?” preguntó señalando. “Las casas de los jornaleros”, contestó el otro. “Y esos niños?”. “Son los hijos… paren como conejos”. A nuestro amigo se le desagradó la escena y trató de poner la mente en blanco; siguieron viaje en silencio.
Pararon el coche junto a un extenso invernadero; salieron a recibirlos, sudorosos y curtidos, marroquís, negros de vete a saber que país africano, ecuatorianos, y algún que otro españolito a quien la bondad económica del momento ni le rozaba. Uno por uno lo saludaron y el más tirado p´alante se atrevió a comentarle - esperanzado – de las dificultades por las que pasaban. Sin saber que responder fue el capataz quien tuvo que intervenir. “Venga, venga al trabajo!, que el señor viene de un largo viaje y no está ahora para escuchar quejas”. Todos se fueron sin ni siquiera decir adiós.
- “Manolo” - preguntó al rato -“cuantos empleados tenemos?”
- “Bueno, señor”- y se excusó por lo de señor – “eso depende de la temporada; fijos son unos veinte, cuando la cosecha podemos llegar a cien”
Los días que pasó en el pueblo fueron un poco más de lo mismo. Con los amigos de infancia, hijos en su mayoría de jornaleros, algunos de ellos ahora empleados suyo, no podía obtener ni conversación, ni aplauso de lo brutos que eran; con el par de riquitos, o sea, dueños como él de invernaderos y de tierras, se le hacía intolerable por fachas y de derechas. Ansiaba volver a la ciudad, a la civilización.
Llegó el día. El capataz lo despidió en la estación hasta la próxima. Ya en el trayecto de vuelta pensó, "así les va, tan ignorantes unos como los otros!"
- "Y qué tu crees hijo? - preguntó su madre..
- - “Mejor vendemos; eso está muy lejos y es mucho trabajo”
No fue malo el pellizco, dio y sobró. Después de volar a Nueva York y confirmar el horror del imperialismo americano; después de unas vacaciones a una recóndita isla tropical para relajarme porque me lo merezco tras tanto trasiego, después de cambiar de coche porque el que tenía estaba muy viejo, poco seguro y ecologicamente hablando un desastre; después de mudarse a una casa frente al mar, “ya sabes, el ruido y la contaminación de la ciudad.; a mi siempre me ha gustado la naturaleza”; después de cambiar de computadora y de televisión a una que parece una pantalla de cine, después de tantas cosas finalmente pudo descansar. Se sentó en su nuevo sofá dispuesto a empezar un libro que le acaban de regalar sobre un hombre a quien admiraba, no sé si era Nelson Mandela o Vicente Ferrer; bien que antes se puso pensativo. Le vino una frase a la cabeza: “Lo peor de todo es la ignorancia”. Se sintió sabio. Abrió el libro y recordó que al día siguiente se manifestaban.
Definitivamente, estaba cómodo y satisfecho consigo mismo.
Definitivamente, estaba cómodo y satisfecho consigo mismo.